25 de enero de 2013

LA MUERTE DE LA ESPÌRITUALIDAD EN EL HOMBRE MODERNO






¿Desde cuándo empezó a morir la espiritualidad en el hombre contemporáneo? Sería un interrogante más apropiado para dar inicio a la introducción, análisis, desarrollo y conclusión de éste ensayo. La respuesta o posibles respuestas podrían ser tan válidas como cuestionables porque en un tema trascendental pero presente en la vida diaria, como el que nos ocupa, la polémica enmarcaría la esencia misma de la afirmación que da título al escrito; así como también la pregunta que da  inicio al ensayo.
 

Es categórica pero verdadera, como cruel la afirmación de como el hombre “empezó a suicidarse espiritualmente” desde el momento en que su inteligencia alcanzó el nivel óptimo de madurez y desarrollo cognoscitivo para “hacer ciencia”, “crear la técnica”, “idear los extraordinarios inventos que disfruta la humanidad”;  comenzó a cuestionar el origen del universo, se  interrogó  desde la perspectiva filosófica el  ¿cómo? ¿Qué? ¿Dónde?  ¿Cuándo?  ¿Por qué?  Y ¿para qué?  De todos los fenómenos de la tierra, del universo, ¿y por qué no?  Del mayor misterio, el más insondable de todos, el que  todavía no ha sido resuelto en forma satisfactoria y total,  como lo es la existencia del hombre, espécimen sui generis entre las miles de especies de la naturaleza Quizás por ello Heidegger dijo: “El hombre necesita del misterio porque hay en su fondo más íntimo una aspiración a lo trascendente”.

Cuando el hombre, superados amplios estadios, tormentosos como complejos en el panorama de la prehistoria e historia, adquirió la categoría intelectual para razonar, alcanzando un  “estado de conciencia superior”, inició los cimientos que harían posible crear los períodos históricos más importantes de Occidente, traducidos en grandes manifestaciones del arte, la ciencia, la filosofía, el conocimiento básico que luego edificaría  los sólidos cimientos del posterior desarrollo de la humanidad, en los diferentes campos del quehacer humano. (El Renacimiento y el Siglo de las Luces) Haciendo a un lado,  no con poco sufrimiento y daño a  la evolución del hombre, el velo del oscurantismo del medioevo, fue precisamente desde ese punto de la historia, cuando empezó en forma sutil pero evidente la  “agonía de la espiritualidad del hombre”, alcanzando el pico del declive espiritual, con el advenimiento de la Revolución Industrial, y con ésta, la aparición en escena del Capitalismo, imantado de un codicioso comercio y una voraz aunque incipiente industria  pero con infinitas ansias de totalizar  las actividades del ser humano; como de verdad lo logró en poco menos de dos siglos cuando el capitalismo alcanzó su máxima cúspide de expansión comercial, industrial, financiera y bancaria;  la oferta y la demanda, y con éstas, las demás leyes inherentes de la economía de mercado.   Imponiéndose y prevaleciendo el dinero como leitmotiv de la vida, la razón de ser y no ser del hombre desde su nacimiento hasta su muerte. “La concentración del capital llevó a la formación de empresas gigantescas, manejadas por burocracias jerárquicamente organizadas”. (1)  Con el dinero, y  la suprema importancia dada a ese valioso aunque satanizado instrumento comercial, se dio un giro no de ciento ochenta grados, sino de trescientos sesenta grados,  porque revolucionó la razón de ser de la sociedad, el ser humano y su correlación con todos los actos inherentes; hizo que todo empezará de nuevo, bajo el dominio y tiranía  cuasi absoluto de ese símbolo con poderes  mágicos si se quiere, pero manipuladores, esclavizantes y artificiosos en la  realidad de la vida humana. 

 No obstante que el desmoronamiento de la espiritualidad, y al sucumbir ésta, se iniciarían los efectos colaterales, ya latentes, reales de la descomposición social y moral de la humanidad, en un proceso que de ser casi imperceptible y sutil, como se dijo en el inicio, ha adquirido connotaciones agigantadas, hoy existe una realidad conocida y aceptada por todos, mañana a nadie le importará porque dejará de ser valiosa para lo pragmático que es la consigna que mueve el mundo. Lo que hoy está de moda y a todos cautiva, unas semanas después ya nadie lo recordará ni le importará. El hombre ha entrado en el umbral de lo desechable, lo que no tiene un valor económico, no sirve, estorba y por lo tanto se desecha. El ser humano ha fabricado en torno suyo una coraza de insensibilidad, automatismo, negación de sí mismo, egoísmo y egocentrismo.  Todo pasa sin drama, sin dolor ni afecto mayor. El hombre está muerto por dentro y vive hacia el exterior tan frío como un tèmpano. Sin vocación por el otro, sin solidaridad, sin respeto, carente de compromiso social, se encierra en un cubículo de soledad y tristeza que intenta maquillar con objetos, con música estridente, sin valor; trata de llenar el vacío infinito de un cuerpo con el alma muerta con alcohol, con droga, con sexo, con pornografía, con alimentos dañinos, con costumbres, modas, culturas y hábitos sin sentido, sin solidez Así ha sucedido con los valores más sagrados del hombre. Dejaron de ser instrumento aleccionador y sacro para convertirse en tradición obsoleta, que a nadie conmueve. El hombre se mueve como un títere, sin mayor virtud que el tener, poseer, consumir, producir, copular, reproducirse, defecar y morir sin pena ni gloria. Pero este principio del fin no se iniciaría  hasta bien avanzado el siglo XX, entrando en una etapa de decadencia y oscuridad casi total en las últimas décadas del siglo XX e inicios del  XXI.  

La humanidad enfrenta una de las mayores crisis porque queriendo ser Dios, desafiándolo,  haciéndolo a un lado, el hombre se encamina a una búsqueda arrogante, sin medida de la perfección que jamás podrá ostentar.  Ha provocado el mayor desafío a  la existencia de  la vida, poniendo en peligro la supervivencia de sí mismo, de las demás especies y del moribundo planeta que habita. No sólo ha creado una ciencia, una tecnología superior en diversos aspectos, aunque dañina y arrasadora en otros  por el apetito desenfrenado hacia los bienes terrenales. Pero también ha creado abominaciones que ya no puede manejar como una contracultura sórdida de atraso, pobreza y miseria extrema,  injusticia,  guerra a discreción y violencia atroz, cinismo capitalista de despropósitos sociales, morales, éticos y económicos que ensombrecen el ya de por sí  gris futuro de la generaciones posteriores. El hombre moderno ha ido asesinando su esencia más sagrada, ha sacrificado ante el boato, el materialismo y superficialidad de la avasalladora sociedad de consumo, el bien más preciado de su ser interno, su espíritu,  Giovanni Papini escribió con no poca razón: “La tragedia del hombre moderno no es que venda su alma al demonio sino que ya ni siquiera el demonio se interesa por comprarla”.

Pero se incurriría en un dogmatismo severo sino se reconociera las virtudes alcanzadas por la inteligencia humana no sólo en el amplio campo de las ciencias sociales, las ciencias exactas, la investigación, la experimentación, el método inductivo y deductivo; si por ello Demócrito afirmó alguna vez que una sola demostración científica valía más que el reino de los persas, de ahí el gran valor  del método científico en los tiempos modernos pero también el avance de  la política y por supuesto, las maravillosas oportunidades y comodidades derivadas  que brinda la tecnología. Porque así mismo que resultaría absurdo, en contravía del proceso evolutivo y ascendente del hombre a estados superiores de la inteligencia y el perfeccionamiento tecnológico por no llamarlo de otra manera,  que la humanidad como especie privilegiada por dos factores que no tienen las demás especies, como lo son la inteligencia superior y su alma inmortal,  se justificara sin validez alguna que mejor se hubiera quedado congelada, sin evolución,  en un estadio determinado de la historia, viviendo en  estado bucólico, tan pastoril como  romántico retablo de la mitología más pura. Para que quizás así la humanidad hubiera sido siempre buena y jamás se hubiera corrompido hasta los niveles de decadencia y descomposición que hoy ha alcanzado. Pero sin pecar  de moralistas, ni dogmáticos, menos aún, de exagerados. Porque es un hecho real y no puede maximizarse como tampoco observarse  con desinterés o mirarlo como “algo normal”, porque no lo es.  Pero la humanidad quiso y pudo avanzar por su misma dinámica de inteligencia  e implícito deseo, necesidad vital de supervivencia, de mejorar en todos los sentidos,  y por supuesto;  dominar y someter la naturaleza para su usufructo. Todo esto, acompañado de un valor  tan intangible como necesario, fundamental para el desarrollo del hombre dentro de la sociedad como lo fue alcanzar el alto grado de libertad que disfruta la humanidad, aunque no en forma total porque el hombre nunca podrá ser totalmente libre.  Sin embargo,  el hombre traspasó la frontera entre el bien y el mal,  sucumbió al hechizo de su inteligencia poderosa y arrogante, desconoció los umbrales entre lo ético y lo no ético, dilapidó en aras de la ciencia la prudencia y la sabiduría de la sobriedad y el ascetismo que tanto bien le harían a la humanidad en momentos tan áridos de luz, tan huérfanos de la “luminosidad interior” que debe ser el distintivo característico, por antonomasia del hombre,  no la fatua apariencia de vanidad decadente; estética de una belleza  falsa y vacía que sólo unos pocos logran identificar como un engaño, por ser un  criterio reflexivo sobre  la estupidez de la plebe que percibe como bello y hermoso, el kitsch horroroso de lo que ahora ellos,  veneran como belleza;  porque la mayoría ha caído en la mentira conductista, de reflejos condicionados por la publicidad, de estar subyugados bajo la supremacía de la exteriorización externa que ver más allá, el auténtico  valor intangible, excelso,  de la espiritualidad. 


 El hombre, al perder el poder de discernimiento, se perdió en la nebulosa de la arrogancia científica, el hedonismo embriagador, evasivo pero anestesiante de los placeres brindados por la materia, el yugo adictivo del dinero, del tener, poseer, consumir y disfrutar sin importar nada más en la vida que el goce,  fomentado con permisividad por un sistema político, corrupto, sin alma como lo es el capitalismo salvaje actual que domina el planeta. Un pensador lúcido aunque un tanto olvidado hoy, creador de un sistema filosófico  denominado “El Personalismo” que intentó amortiguar con sus postulados, conceptos y teorías de índole comunitario y cristiano, los desafueros de la modernidad, anticipó con  honestidad intelectual gran parte de la decadencia actual. Este visionario, Emmanuel Mounier afirmó: “En ninguna época han sido las opiniones sobre la esencia y el origen del hombre más inciertas, imprecisas y múltiples que en nuestro tiempo”. Así mismo, este mismo autor escribió  en uno de sus textos: “Al cabo de unos diez mil años de historia, es nuestra época la primera en que el hombre se ha hecho plena, íntegramente problemático; el hombre ya no sabe lo que es pero sabe que no lo sabe”.

El ser pensante ha dilapidado en un lapso de tiempo muy corto, los tesoros más sublimes de la tierra y su espíritu, ha corrompido la simiente de la vida misma, ha quebrantado las leyes de la vida, como sacrificio absurdo ante los despropósitos de la codicia, la soberbia, el afán de lucro y la más despiadada lucha por el poder, la riqueza de unos pocos, en un raudo avance a ninguna parte. Ya el individuo pensante que no se confunda el término con la persona humana, con cualidades elevadas, vive sujeto a la impresión omnímoda de la imagen, a la dimensión cuantitativa de la realidad, eliminando, borrando en unas pocas décadas, el  legado de valores éticos, tradiciones y normas de comportamiento en otra época consideradas como axiomas de vida. Gracias a  mecanismos de embrutecimiento colectivo como los medios de comunicación y  formidables aparatos ideológicos de propaganda y dominación publicitaria que dominan el planeta a través de sofisticados satélites  y otros   medios avanzados de comunicación como la internet, la televisión por cable y  demás instrumentos electrónicos de comunicación portátil,  de uso personal que la juventud se ufana en tener, exhibir  y poseer como auténticos tesoros sin los cuáles  no concibe la vida como plena, hasta sentirse despersonalizada y aislada si no dispone  de estos artilugios electrónicos.

“La persona dirigida por los otros, que a menudo padece de poca responsabilidad, puede buscar lo que parece “un culto del no esfuerzo” en muchas esferas de la vida. Puede dar la bienvenida a la mecanización de su rol económico y de su vida doméstica…”  (2)
El homo sapiens convertido en homo videns, por cuenta de una cultura del video, alucinante rencarnación de luz, sonido y movimiento que robotiza, aliena y convierte al hombre en un ser desprovisto de capacidad de reflexionar y pensar por sí mismo. El hombre, antes producto de una milenaria cultura oral y escrita,  fue desposeído de ésta,  en unos cuantos años le arrebataron lo que tardó miles de años en ser parte integral de la función cognoscitiva del hombre, en una imbricación sabia con los sentidos, el cerebro y la capacidad neurolingüística del aprendizaje, apropiación del conocimiento, creación de complejos sistemas de pensamiento, inventiva y creación intelectual, artística, técnica o afín.  Ahora la humanidad alienta al homo videns para que la cultura sea producida no por la lectoescritura sino por la audio video cultura, para crear un hombre de cultura electrónica, tan frío como lejano de su esencia. Se cita de nuevo a Mounier: “El hombre es persona en cuanto que es consciencia interior más allá de la pura materia”. Y agrega: “El hombre tiene aspiraciones morales, estéticas y religiosas que la ciencia no recoge ni comprende”.
El bombardeo tan poderoso, fuerte como incontrolable; de la televisión y los demás medios tecnológicos de comunicación, han revolucionado los hábitos culturales con grave riesgo para la sensata y equilibrada capacidad de abstracción y por ende de reflexión que el hombre necesita para enfrentar los retos en sus actividades más básicas como las más elevadas. Por esta causa, a los niños y a los jóvenes se les ha ido anulando el criterio de discernimiento y análisis, lo que está creando personas de poca o  nula concentración. Seres ansiosos, dispersos, sin rumbo ni horizonte alguno, jóvenes violentos sin capacidad de distinguir el bien y el mal por lo que son anzuelo para incurrir en actos delictivos y enrolarse en las filas de pandillas y grupos de bandas criminales. Son seres imitadores  de lo que sus perturbadas mentes perciben y procesan de una televisión con  programación violenta y negativa, por beneficio de una televisión privada ofrecida por suscripción privada de cable, lo que la convierte en  una verdadera escuela y universidad de las nuevas generaciones, pero proclive al mal.
En el  Personalismo” de E. Mounnier, no se  propugna por  una filosofía de la historia, ni una antropología, ni una teoría política sino que se tiene a sí mismo por un movimiento de acción social de tipo cristiano que une fuertes elementos comunitarios con la reflexión conceptual de raíz teológica sobre el sentido trascendental de la vida. Los adeptos al “Personalismo”, asumen éste como una orientación. Por ello, las raíces esenciales del  “Personalismo” de Mounier, se encontrarían en la ética fenomenológica de Jaspers y Max Scheler.
La neo cultura tecnológica ha producido diversas generaciones de seres incapaces de reflexionar y pensar por sí mismos por el inclemente sometimiento a que han estado sometidos su cerebros por imágenes, miles de mensajes subliminales y millones de consignas publicitarias y pseudoculturales, convirtiéndolos en seres pasivos sin capacidad de reacción intelectual o cultural alguna.  Hombres pasivos, sumisos en su soledad, embriagados de ansias consumistas. Individuos estereotipados, sin valores por destacar, hombres masificados por medios de comunicación y una sociedad de consumo que los ha domesticado y amansado para su beneficio porque son seres sin capacidad de crítica. Incapaces de pensar y por supuesto de rebelarse contra tal situación. Freud le dio el nombre de sublimación a esa extraña transformación que conduce de la represión del estado, la sociedad y la familia sobre el individuo, “una conducta civilizada”. Puede entonces establecerse la pregunta: ¿Qué grado de  “sublimación” puede existir o darse en una sociedad que está siendo idiotizada en masa?  Porque  “la represión  ha sido purificada” hasta depurarse, por lo tanto, a lo que asistimos como testigos oculares, quizás simples convidados de piedra  ¿qué  nombre le daría Sigmund Freud?
 En forma casi profética hace más de medio siglo, Erich Fromm escribió: “Cada paso hacia un mayor grado de individuación entraña para los hombres una amenaza de nuevas formas de inseguridad. Una vez cortados los vínculos primarios ya no es posible volverlos a unir. Una vez perdido el paraíso, el hombre no puede volver a él.” (3)
El idioma, arte, religión, música e idiosincrasia son parte válida y piedra angular de la cultura de cada nación. Son parte de “su identidad”, forman el corpus indivisible de su unidad nacional. Pero hoy por hoy, como consecuencia de la tan aplaudida como aberrante “globalización de la humanidad”, estos factores aglutinantes de la particularidad inequívoca de  cada pueblo, se están diluyendo en un fresco siniestro e idiotizarte de estandarización plana, sin matices; serán convertidos en blanco o negro, no habrá otra opción para tan espantosa catástrofe de la identidad cultural. Poco a poco, la denominada en forma eufemística “cultura global”, ha adquirido el tono variopinto de uniformidad estandarizada que la caracteriza. “Globalización” entendida y formalizada en marcas, estereotipos culturales, hábitos cosmopolitas de consumo y costumbres masificadas. La maravilla alucinante de un hombre fabricado en serie en todos sus actos y comportamiento.  Gigantescos supermercados con nombre propio, patentados con un eslogan, una consigna, un holograma, un color y distintivo que lo identifica en cualquier punto del planeta.
 El planeta  ha alcanzado el estatus de un mundo de marcas, símbolos comerciales que trascienden el comportamiento humano, haciéndolo parte de su vida diaria,  razón de ser, y  realización personal en procura de tener  “aquéllos objetos” que llevan los anhelados, soñados distintivos del comercio y la industria. Todos esos objetos materiales se han convertido en un burdo sustituto de  felicidad humana,  disfraz maniqueo que ha contribuido en gran manera a socavar, destruir los valores esenciales del espíritu porque el hombre ha vendido su alma, su grandeza esencial  para ser “adorador de cosas” que no hablan, objetos que no sienten, imágenes y sonidos que no transmiten emoción y grandeza alguna”. La tierra se ha llenado de cosas, cosas y más cosas que no sirven, son inútiles; son chatarra que se acumula, se guarda, se deja por ahí en cualquier lugar, se recicla y que las personas compran en un rito compulsivo.  Individuos adoctrinados para producir, consumir, desechar y volver a iniciar en forma perenne, un abominable ciclo compulsivo sin sentido, de trabajar sin medida, vender su fuerza productiva para adquirir objetos que en poco tiempo no le interesarán porque habrá otros nuevos,  vendrán otras modas, novedosos inventos “más sofisticados y bellos” que ponto se volverán obsoletos e inservibles pero que con tanto gozo y expectativa se adquirieron.  Por lo que la “presión social” el comercio, la publicidad “lava cerebros”, le hará adquirir  los “últimos modelos” para empezar de nuevo el ciclo demoníaco, como una pesadilla sin fin que envilece cada vez más a la humanidad. El capitalismo en su demencia expansiva de crecimiento de mercado geométrico, ha perdido la sensatez de una economía mundial equilibrada que beneficie a las mayorías y no sólo a unas elites privilegiadas; el capitalismo al entrar en la fase final de su dimensión macrocéfala, de crecimiento galopante, entró en una espiral de no retorno,  asfixiante, creciente ola de fabricar, producir y vender miles de objetos y productos de todo tipo que hoy son moda y necesidad para una masa alelada, carente de criterio, con un libre albedrío al servicio de los impostores del comercio y la industria;  y en unos meses, a veces sólo unas semanas, son ya objetos desechables,  cosas inservibles que se lanzarán a la basura como mercancía muerta.
Que oportuno citar un fragmento de Leo Huberman,  de su valioso y ya clásico texto de economía, “Los Bienes Terrenales del Hombre”:   “Durante cada crisis comercial, se destruye sistemáticamente, no sólo una parte considerable de productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas productivas ya creadas. Durante las crisis, una epidemia social, que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda, se extiende sobre la sociedad: la epidemia de la superproducción. La sociedad se encuentra súbitamente retrotraída a un estado de barbarie momentánea; diríase que el hambre, que una guerra devastadora mundial la han privado de todos sus medios de subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados. Y todo eso, ¿por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio.” (4)
 La tierra, convertida en un gigantesco supermercado, atiborrado de objetos con una marca, un color, una figura que marca la pauta de la búsqueda de la satisfacción humana, calamitoso, triste remedo que los holding, trust y multinacionales, empresas tan poderosas como siniestras, venden en perniciosas y persuasivas campañas publicitarias como la  “búsqueda y conquista de la felicidad”. Estas empresas, desplegadas por todo el planeta venden la imagen redentora de la felicidad terrenal, con pegajosas campañas publicitarias de inquietante como peligrosa táctica y estrategia que engaña, manipula y esclaviza a las grandes mayorías de la población. La publicidad avanza como una aplanadora  de la sociedad, uniformando los gustos, los hábitos, las costumbres; cada gesto, deseo o sueño del hombre se convierte en motivo de investigación y análisis de mercadeo para estos monstruosos entes financieros, que manipulan, dominan y esclavizan la tierra.  En una búsqueda obsesiva, persistente, sin pausa porque el dinero ni los grandes capitales tienen descanso, buscando, imponiendo nuevos mercados. Creando necesidades, edificando sueños de vida con marca y consigna propia, redificando una novísima aunque despiadada cultura comercial e industrial que ha convertido el planeta en un almacén gigantesco de vendedores y compradores, de fantasías, mentiras e ilusiones empacadas en colores, imágenes, audio y sonido como una panacea para la juventud perdida en la soledad y la desesperanza, que se refugia allí para evadirse de la realidad.  Con la diabólica marca y numero patentado que cada producto lleva como su distintivo único. Se analiza de nuevo, las tesis de Mounier, para hacer un análisis comparativo: “Rehacer el Renacimiento significa optar por explicar el mensaje de Jesús, a través del camino de Erasmo de Rotterdam en lugar de hacerlo por el de Lutero o Descartes. Se trata de un pensamiento moralista que por decirlo como  Lucien Guissard, toma conciencia del desorden, como alternativa a un pensamiento mecanicista que en su opinión, “conduce a la degradación del hombre, de lo humano ante la máquina del dinero”. Más adelante Mounier afirma: “La filosofía personalista constituye para algunos síntoma y para otros la respuesta a esa situación de nihilismo cuando ni el diablo, ni la soledad, ni la muerte permiten responder a la pegunta por el sentido y la persona”.
El desarraigo del ser humano tiene su origen en la perdida de la perspectiva del pasado. El hombre ha olvidado pero también en el fondo quiere olvidar el pasado, prescindir de el en un momento de tanto avance tecnológico, el postmodernismo avanzado que vive la especie humana en la actualidad. Quizás en el fondo, anhela enterrar el pretérito porque en esta deslumbrante, como anestesiante postmodernidad, el pasado le estorba al homo videns. El hombre en el fondo ya no disfruta su raudo,  frenético presente, sólo vive en el sueño y por el sueño inconcluso de un futuro tan inmediato como impredecible y oscuro.  Siendo así, la humanidad ha dejado de reflexionar, ha dejado la filosofía por lo que ya no filosofa. ¿Aún hay filósofos en el mundo?  ¿Dónde están los filósofos de la postmodernidad que tanta falta y necesidad tiene hoy por hoy la humanidad de ellos? El hombre ha dejado de filosofar sobre sus actos, no lamenta sus errores; ha perdido la fe en los valores del pasado, es un descreído de lo sagrado. Con su maravillosa ciencia humilla sin cesar lo espiritual, pisotea el humanismo y la dignidad de la persona humana,  e incurre en el cinismo y sarcasmo de burlarse, olvidar y desafiar a Dios y las religiones. Perdió el respeto por lo sagrado y sus íconos más sublimes. El hombre de la postmodernidad olvidó uno de los lemas más sabios pero irrefutables de la condición humana: “Aprender una lección por cada uno de los errores cometidos”. Origen incuestionable de la gigantesca espiral que crece sin cesar, de la confusión y desarraigo total que vive el género humano. Cabe aquí destacar y recordar la dicotomía entre los dos tipos de existencia: “la banal y la auténtica”, identificadas por Martin Heidegger y otros existencialistas como el mismo J.P. Sartre. Puede percibirse un auténtico naufragio de la personalidad humana de hoy, porque huye sin cesar de sí misma, perdida en conductas indecorosas y desesperadas, típica situación del hombre contemporáneo. En este aspecto Heidegger es enfático en afirmar cómo esa desesperada necesidad de salir de la esclavitud del anónimo, intentando en vano recuperar su propio yo, es una fatalidad social de la vida del hombre.  Una interpretación a la luz del existencialismo, puede resumirse en observar que el vacío nihilista de la sociedad actual, con una visión pesimista de la vida, enmascarada en un  consumismo exacerbado de objetos, abuso de alcohol, droga y sexo, es el refugio de soluciones puramente individuales, síntoma y malestar de una sociedad en absoluta decadencia.  Finalmente, retomando de nuevo los postulados de Heidegger, es preciso analizar còmo el existencialismo abandona la vida social, al considerarla una pérdida en la uniformidad y el automatismo pero al mismo tiempo, la reconoce como vital para los que logran “encontrarse a sí mismos”, recuperando al menos, “esa libertad” que no es algo distinto “que la libertad para la muerte”. Consagración absoluta y nihilista en el naufragio irremediable de la existencia humana.
Con respecto a este análisis, es oportuno retornar a E. Fromm, en su famoso libro “El miedo a la libertad”, cuando escribió: “Hay tan sólo una solución creadora posible que pueda fundamentar las relaciones entre individualizado y el miedo: Su solidaridad activa con todos, y su actividad, trabajo y amor espontáneo, capaces de volverlo a unir con el mundo, no ya por medio de los vínculos primarios sino salvando su carácter de individuo libre e independiente”. (5)
Una consecuencia del caos y confusión creciente del hombre moderno, ha sido la pérdida gradual pero cierta de valores que en otra época, fueron sagrados. Valores respetados y protegidos por el Establecimiento, las élites y también por el pueblo raso. Aquellos intangibles, representados en la moral, la ética, las “sanas costumbres”, la religión, la familia, las personas mayores, los padres y los ancianos, el respeto al prójimo. Todos ellos, son cosa del pasado porque su aplicación y cumplimiento ahora resulta absurda, anticuada.  Se ha creado una anticultura, con un amplio mosaico de antivalores que las nuevas generaciones observan como “algo moderno y normal”, exhibido con soberbia e impudicia en no pocas ocasiones de su diario vivir. Esa violenta sustitución de valores, practicados y respetados por cientos de generaciones anteriores, se remplazó por un nuevo comportamiento social, “una flexible moral, laxa y adaptable a cualquier situación”. Una moral de ocasión, podría denominarse “moral de bolsillo”, transmutada en un libertinaje con apariencia de libertad que ha conducido a una ruptura total con el pasado, creándose una sociedad sin brújula, sin unas bases sólidas por carecer de postulados que la sustenten. Pero como todo vacío de la vida y la existencia humana debe ser llenado con algo, ese algo ha sido un espectáculo masificado como el fútbol, los gigantescos conciertos de rock, los grandes espectáculos de cualquier tipo. Pero también han creado sustitutos como las nuevas sectas religiosas, los nuevos clanes urbanos delictivos, las fanáticas “barras bravas”, que han convertido el fútbol en una “religión mediática”, creada, sufragada y proyectada por poderosas empresas comerciales y de medios, vendiéndole al mundo, el espectáculo deportivo del fútbol, como el sucedáneo, el placebo que cura todas las angustias y libera al hombre del aburrimiento y la  monotonía.
Mounier afirma: “Una persona es un ser espiritual constituido como tal por una manera de subsistencia e independencia de su ser. Mantiene esta subsistencia por su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos por un compromiso responsable y una conversión constante: Unifica así toda su actividad en la libertad y desarrolla por añadido a golpe de actos creadores, la singularidad de su vocación humanista”.
Conductas y entretenimientos evasivos, adictivos como los juegos electrónicos, convertidos en imitables modelos de vida, héroes electrónicos para  niños y jóvenes, que los siguen con  veneración e idolatría.   Los   juegos de azar en casinos y ludotecas, sin un fondo sólido que los determine como algo positivo para enriquecer  el interior del hombre; así como también proliferan las múltiples adicciones, la violencia urbana  multiplicada, con una creciente delincuencia,  múltiples grupos marginales sediciosos, huestes de vándalos; nuevas bandas mafiosas, sociedades clandestinas y públicas de índole religioso, económico, pseudointelectual y de raíz política. Con respecto a lo planteado, Max Weber, escribe en su libro, “La acción social: Ensayos metodológicos: “Todo análisis reflexivo en torno a los elementos últimos de la actividad humana está ligado en principio a la categoría del “fin” y de los “medios”. Nosotros queremos algo en concreto, ya sea debido a su valor intrínseco, o bien como un medio al servicio de lo que deseamos en última instancia.” (6)
Una sociedad cada vez más gregaria pero a la vez sumida en la soledad, más huérfana y desprotegida. Pero unida por la masificación del comercio y las volubles modas del momento; una sociedad compulsiva, absorbida y alienada no tanto por el sistema político y religioso, al menos en Occidente, pero sí sometida como masa títere del consumismo. Miles, millones de seres, hombres, mujeres, jóvenes y niños, condicionados por una gigantesca telaraña de comunicaciones que manipulan, adormecen y confunden en forma incesante  a la población. Creando estereotipos de vida, mentiras producidas, empacadas y vendidas como verdades. Y aceptadas, digeridas, “metabolizadas en el corpus de una falsa cultura”.  Una sociedad empobrecida de valores, consume, absorbe, inhala, bebe, se alimenta con millones de mensajes y productos, en una mística imparable de más y mayor consumo, aumentando una y otra vez su consumo. La sociedad actual se  encuentra tan embrutecida, alienada y anestesiada que con la nueva utopía de la “globalización”, “libre comercio” o “economía de mercado”, el hombre se hunde aùn más en un abismo artificioso, complaciente que enajena más la voluntad del hombre, en su infinita búsqueda del bienestar,  quimera de felicidad. El hombre ha entrado en un estado de coma intelectual mientras que su espíritu de ser evolucionado, va apagándose sobre la tumba desolada, fría y triste de un planeta vacío de luz espiritual.  Un pensador japonés, Yoritomo Tashi, en un conocido texto, titulado, El sentido común, dice: “Sin dejar de apreciar la ciencia y cultivar los estudios abstractos y profundos, es muy conveniente también introducir en los conocimientos el elemento “humanidad”. En otra parte del texto, afirma: “Existen verdades esenciales que la vida cotidiana modifica, sin que por ello las despoje de su autoridad. Las hay prematuras, como las hay derogadas. Así pues, para razonar con sentido común es indispensable tener en cuenta el tiempo, el lugar, el ambiente y todas las contingencias que pudieran atenuar el alcance del raciocinio”. (7)
La crisis contemporánea está expresada a través de las grandes quiebras económicas. El colapso del capitalismo por sus excesos y ambición desmedida, sin control ni medida por parte de los Estados que son simples títeres, marionetas e instrumentos del gran capital financiero que domina y manipula el mundo. La avanzada era postmodernista ha creado una sociedad enferma en todos los órdenes que se refugia en el alcohol, la droga y otros  escapismos para huir a su triste realidad. El hombre moderno poco a poco se ha sacudido del yugo de la tradición, de férreas normas morales, rompiendo viejos moldes de atraso y oscurantismo religioso, para dar rienda suelta a un libertinaje sin control alguno.  El hombre de hoy, carece de vida interior porque la arrolladora intensidad de la vida externa, ha anulado su espiritualidad. Por lo tanto, el hombre vive en un mundo externo, el hombre sabe más de todas las ciencias, muchísimo de su entorno; pero sabe mucho màs del universo y de astrofísica  que de sí mismo. El hombre ya no medita, no conoce del silencio, y cuando lo intenta, huye despavorido para refugiarse en el ruido de las grandes urbes, porque ve en el espejo del silencio el monstruo de su misma identidad extraviada.
Se vive en tiempos difíciles, de evasión, soledad angustiosa, la depresión se convirtió en una pandemia. La humanidad asiste en parte complacida, en parte esclavizada al espectáculo de vivir en medio de un gran supermercado, donde sólo unos cuantos pueden ingresar para satisfacer sus placeres consumistas. Los nuevos templos de la tierra ya no son las iglesias, usadas para la adoración a Dios, sino los grandes almacenes de superficie, transformados en suntuosos palacios de plástica belleza para comprar, consumir, extasiarse entre objetos absurdos que doblegan la voluntad humana para adquirirlos. Los supermercados son los templos de la adoración  a los objetos, monumentos de la evasión, catedrales del consumo, la frivolidad y un placer tan fugaz, tan falso como la plástica mentira de los productos consumidos;  la sonrisa hipócrita de los vendedores que los exhiben y comercian. Las nuevas generaciones sienten pánico ante la presencia del silencio. Fueron criadas en un mundo de ruido y confusión. Para los jóvenes no se concibe la magia apaciguante del silencio. Anhelan el ruido, el alarido embrutecedor de la gran ciudad. Es su elemento primordial, ¿cómo será posible que en seres tan primarios pueda ya existir la espiritualidad? En forma acertada, Freud  consideraba  al hombre como una simple “pulsión de placer.” Por ello, una vez más Maunier anticipó en su libro, “En el pequeño miedo del siglo XX”,(1949) afirmando: “Si viéramos reunirse bajo nuestra mirada los elementos históricos y psicológicos de un terror del año 2000, la perspectiva sería del todo diferente a aquella grave espera del año 1000. No nace de una profecía básicamente optimista sino de una confusión general de las ciencias y de la estructuras”.
El hombre  ha dejado de ser hombre como persona para convertirse en un número, una marca, un objeto. Es  “un individuo prometeico”, centrándose, contrayéndose hacia lo externo de su misma interioridad ya dañada, quizás muerta. El ser humano, sacudido de grandes y graves traumatismos modernos como su vivir acelerado, sin pausa, confuso; robotizado hasta la mecanización. Ser aturdido, programado sólo para producir y consumir. Muerto está ya  su interior. ¿Dónde quedó la hermosa esencia íntima, divina, insuflada por Dios en la concepción primigenia?  Ahora los hombres se convirtieron en seres de funciones. Deberes, obligaciones, metas exitosas que la sociedad les traza con antelación. Hombres con una funciòn reproductiva, hombres con una actividad sexual, una labor política; una función económica, un rol social, por lo tanto productivo, consumista. ¿Dónde está entonces su preciada condición de ser humano, ser espìritual con una naturaleza propia, libre y autónoma del opresivo conglomerado social?
Nunca antes en la extensa y trágica historia de la humanidad, el  ser humano había dispuesto de tantos medios de evasión, diversión, placer, divertimento; llámese  goce, máxima obtención del placer. Medios e instrumentos tan eficaces como esclavizantes, adictivos para su paz espiritual aunque ya aceptados, entronizados en el modus vivendi de la sociedad moderna. Por ello, la muerte de la espiritualidad ha inducido en el hombre el apego a las modas desechables, volubles y fugaces. Ya nada es duradero. Todo es digno de ser cambiado y olvidado. Las tradiciones se volvieron obsoletas porque el mercado y la economía no las necesita. Nada subsiste más de una temporada ante el avance perverso de nuevos productos, sometidos a la oferta y la demanda.  Esta falta de interioridad del hombre moderno se ha visto reflejada en una desorientación en todos los niveles de la sociedad permisiva, con mayor énfasis en la niñez y la juventud. El aturdimiento psicológico es aún mayor, se ha perdido el sentido común de la vida, el valor real de lo espiritual por encima de lo material, que hacía que el máximo atributo del hombre fuera llegar a ser un hombre bueno. Ahora esto puede resultar anacrónico y risible para las frías generaciones que heredaron la cultura de los antivalores.
El transcurrir de los días del hombre sobre la tierra ha perdido la trascendencia majestuosa que por derecho propio de su intelecto y espiritualidad ha tenido. El hombre al matar su espiritualidad, sacrificada en aras de símbolos y objetos tan poderosos como deleznables, tan importantes como pragmáticos en la vida diaria de la humanidad, se hundió en un mundo de oscuridad. Instrumentos como el dinero y la tecnología, por referirse sino a dos íconos estandartes que dominan gran parte de la actual actividad del hombre, el hombre trascendió lo espiritual para descender a un plano inferior de  materialismo decadente, sin vida porque perdió su alma. Y Ahora, el hombre ya no teme tanto a los acontecimientos metafísicos como el fin del mundo, la muerte o la “condenación de su misma alma”. No teme tanto a los desastres naturales como sí le teme a la inflación o a la posibilidad de perder el empleo y no poder satisfacer sus necesidades materiales, para complacer sus “nuevas necesidades de comodidad y confort tecnológico”
El desplazamiento de los valores inherentes a la grandeza inmaterial del espíritu con variables como la bondad, la misericordia, la templanza, la fortaleza, la prudencia y la justicia, ya son ignoradas  para ser sustituidas por modas, costumbres, hábitos sin valor alguno.  Una sociedad que suplantó lo espiritual para venderse al desenfreno comercial de la belleza plástica, necesariamente no es una sociedad sana. Es una sociedad en franca descomposición  que alcanzó, anuló y se perdió en los límites de su espectro maligno, hacia un abismo absoluto. Cuando el mundo sucumbió al hechizo de lo material, le rindió culto absoluto al dinero, al resplandor del oro, empezó a morir para entrar en una decadencia absoluta. Sin redención, inexorable.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario