¿Desde cuándo empezó a morir la espiritualidad en el hombre contemporáneo?
Sería un interrogante más apropiado para dar inicio a la introducción,
análisis, desarrollo y conclusión de éste ensayo. La respuesta o posibles
respuestas podrían ser tan válidas como cuestionables porque en un tema
trascendental pero presente en la vida diaria, como el que nos ocupa, la
polémica enmarcaría la esencia misma de la afirmación que da título al escrito;
así como también la pregunta que da
inicio al ensayo.
Es categórica pero
verdadera, como cruel la afirmación de como el hombre “empezó a suicidarse
espiritualmente” desde el momento en que su inteligencia alcanzó el nivel óptimo
de madurez y desarrollo cognoscitivo para “hacer ciencia”, “crear la técnica”,
“idear los extraordinarios inventos que disfruta la humanidad”; comenzó a cuestionar el origen del universo,
se interrogó desde la perspectiva filosófica el ¿cómo? ¿Qué? ¿Dónde? ¿Cuándo?
¿Por qué? Y ¿para qué? De todos los fenómenos de la tierra, del
universo, ¿y por qué no? Del mayor
misterio, el más insondable de todos, el que todavía no ha sido resuelto en forma
satisfactoria y total, como lo es la
existencia del hombre, espécimen sui generis entre las miles de especies de la
naturaleza Quizás por ello Heidegger dijo: “El hombre necesita del misterio
porque hay en su fondo más íntimo una aspiración a lo trascendente”.
Cuando el hombre,
superados amplios estadios, tormentosos como complejos en el panorama de la
prehistoria e historia, adquirió la categoría intelectual para razonar,
alcanzando un “estado de conciencia
superior”, inició los cimientos que harían posible crear los períodos históricos
más importantes de Occidente, traducidos en grandes manifestaciones del arte,
la ciencia, la filosofía, el conocimiento básico que luego edificaría los sólidos cimientos del posterior desarrollo
de la humanidad, en los diferentes campos del quehacer humano. (El Renacimiento
y el Siglo de las Luces) Haciendo a un lado,
no con poco sufrimiento y daño a la evolución del hombre, el velo del
oscurantismo del medioevo, fue precisamente desde ese punto de la historia,
cuando empezó en forma sutil pero evidente la “agonía de la espiritualidad del hombre”,
alcanzando el pico del declive espiritual, con el advenimiento de la Revolución
Industrial, y con ésta, la aparición en escena del Capitalismo, imantado de un
codicioso comercio y una voraz aunque incipiente industria pero con infinitas ansias de totalizar las actividades del ser humano; como de verdad
lo logró en poco menos de dos siglos cuando el capitalismo alcanzó su máxima
cúspide de expansión comercial, industrial, financiera y bancaria; la oferta y la demanda, y con éstas, las demás
leyes inherentes de la economía de mercado. Imponiéndose
y prevaleciendo el dinero como leitmotiv de la vida, la razón de ser y no ser
del hombre desde su nacimiento hasta su muerte. “La concentración del capital llevó
a la formación de empresas gigantescas, manejadas por burocracias
jerárquicamente organizadas”. (1) Con el
dinero, y la suprema importancia dada a
ese valioso aunque satanizado instrumento comercial, se dio un giro no de
ciento ochenta grados, sino de trescientos sesenta grados, porque revolucionó la razón de ser de la
sociedad, el ser humano y su correlación con todos los actos inherentes; hizo
que todo empezará de nuevo, bajo el dominio y tiranía cuasi absoluto de ese símbolo con poderes mágicos si se quiere, pero manipuladores,
esclavizantes y artificiosos en la realidad de la vida humana.
No obstante que el desmoronamiento de la
espiritualidad, y al sucumbir ésta, se iniciarían los efectos colaterales, ya
latentes, reales de la descomposición social y moral de la humanidad, en un
proceso que de ser casi imperceptible y sutil, como se dijo en el inicio, ha
adquirido connotaciones agigantadas, hoy existe una realidad conocida y
aceptada por todos, mañana a nadie le importará porque dejará de ser valiosa
para lo pragmático que es la consigna que mueve el mundo. Lo que hoy está de
moda y a todos cautiva, unas semanas después ya nadie lo recordará ni le importará.
El hombre ha entrado en el umbral de lo desechable, lo que no tiene un valor
económico, no sirve, estorba y por lo tanto se desecha. El ser humano ha
fabricado en torno suyo una coraza de insensibilidad, automatismo, negación de sí
mismo, egoísmo y egocentrismo. Todo pasa
sin drama, sin dolor ni afecto mayor. El hombre está muerto por dentro y vive
hacia el exterior tan frío como un tèmpano. Sin vocación por el otro, sin
solidaridad, sin respeto, carente de compromiso social, se encierra en un
cubículo de soledad y tristeza que intenta maquillar con objetos, con música
estridente, sin valor; trata de llenar el vacío infinito de un cuerpo con el
alma muerta con alcohol, con droga, con sexo, con pornografía, con alimentos
dañinos, con costumbres, modas, culturas y hábitos sin sentido, sin solidez Así
ha sucedido con los valores más sagrados del hombre. Dejaron de ser instrumento
aleccionador y sacro para convertirse en tradición obsoleta, que a nadie
conmueve. El hombre se mueve como un títere, sin mayor virtud que el tener,
poseer, consumir, producir, copular, reproducirse, defecar y morir sin pena ni
gloria. Pero este principio del fin no se iniciaría hasta bien avanzado el siglo XX, entrando en
una etapa de decadencia y oscuridad casi total en las últimas décadas del siglo
XX e inicios del XXI.
La humanidad enfrenta
una de las mayores crisis porque queriendo ser Dios, desafiándolo, haciéndolo a un lado, el hombre se encamina a
una búsqueda arrogante, sin medida de la perfección que jamás podrá ostentar. Ha provocado el mayor desafío a la existencia de la vida, poniendo en peligro la supervivencia
de sí mismo, de las demás especies y del moribundo planeta que habita. No sólo
ha creado una ciencia, una tecnología superior en diversos aspectos, aunque
dañina y arrasadora en otros por el apetito
desenfrenado hacia los bienes terrenales. Pero también ha creado abominaciones
que ya no puede manejar como una contracultura sórdida de atraso, pobreza y
miseria extrema, injusticia, guerra a discreción y violencia atroz, cinismo
capitalista de despropósitos sociales, morales, éticos y económicos que
ensombrecen el ya de por sí gris futuro
de la generaciones posteriores. El hombre moderno ha ido asesinando su esencia más
sagrada, ha sacrificado ante el boato, el materialismo y superficialidad de la
avasalladora sociedad de consumo, el bien más preciado de su ser interno, su
espíritu, Giovanni Papini escribió con
no poca razón: “La tragedia del hombre moderno no es que venda su alma al
demonio sino que ya ni siquiera el demonio se interesa por comprarla”.
Pero se incurriría en
un dogmatismo severo sino se reconociera las virtudes alcanzadas por la
inteligencia humana no sólo en el amplio campo de las ciencias sociales, las
ciencias exactas, la investigación, la experimentación, el método inductivo y
deductivo; si por ello Demócrito afirmó alguna vez que una sola demostración
científica valía más que el reino de los persas, de ahí el gran valor del método científico en los tiempos modernos
pero también el avance de la política y
por supuesto, las maravillosas oportunidades y comodidades derivadas que brinda la tecnología. Porque así mismo que
resultaría absurdo, en contravía del proceso evolutivo y ascendente del hombre
a estados superiores de la inteligencia y el perfeccionamiento tecnológico por
no llamarlo de otra manera, que la
humanidad como especie privilegiada por dos factores que no tienen las demás
especies, como lo son la inteligencia superior y su alma inmortal, se justificara sin validez alguna que mejor se
hubiera quedado congelada, sin evolución, en un estadio determinado de la historia,
viviendo en estado bucólico, tan
pastoril como romántico retablo de la
mitología más pura. Para que quizás así la humanidad hubiera sido siempre buena
y jamás se hubiera corrompido hasta los niveles de decadencia y descomposición
que hoy ha alcanzado. Pero sin pecar de
moralistas, ni dogmáticos, menos aún, de exagerados. Porque es un hecho real y
no puede maximizarse como tampoco observarse con desinterés o mirarlo como “algo normal”,
porque no lo es. Pero la humanidad quiso
y pudo avanzar por su misma dinámica de inteligencia e implícito deseo, necesidad vital de
supervivencia, de mejorar en todos los sentidos, y por supuesto; dominar y someter la naturaleza para su
usufructo. Todo esto, acompañado de un valor tan intangible como necesario, fundamental
para el desarrollo del hombre dentro de la sociedad como lo fue alcanzar el
alto grado de libertad que disfruta la humanidad, aunque no en forma total
porque el hombre nunca podrá ser totalmente libre. Sin embargo, el hombre traspasó la frontera entre el bien y
el mal, sucumbió al hechizo de su
inteligencia poderosa y arrogante, desconoció los umbrales entre lo ético y lo
no ético, dilapidó en aras de la ciencia la prudencia y la sabiduría de la
sobriedad y el ascetismo que tanto bien le harían a la humanidad en momentos
tan áridos de luz, tan huérfanos de la “luminosidad interior” que debe ser el
distintivo característico, por antonomasia del hombre, no la fatua apariencia de vanidad decadente; estética
de una belleza falsa y vacía que sólo
unos pocos logran identificar como un engaño, por ser un criterio reflexivo sobre la estupidez de la plebe que percibe como
bello y hermoso, el kitsch horroroso de lo que ahora ellos, veneran como belleza; porque la mayoría ha caído en la mentira conductista,
de reflejos condicionados por la publicidad, de estar subyugados bajo la
supremacía de la exteriorización externa que ver más allá, el auténtico valor intangible, excelso, de la espiritualidad.
El hombre, al perder el poder de discernimiento,
se perdió en la nebulosa de la arrogancia científica, el hedonismo embriagador,
evasivo pero anestesiante de los placeres brindados por la materia, el yugo
adictivo del dinero, del tener, poseer, consumir y disfrutar sin importar nada más
en la vida que el goce, fomentado con
permisividad por un sistema político, corrupto, sin alma como lo es el
capitalismo salvaje actual que domina el planeta. Un pensador lúcido aunque un
tanto olvidado hoy, creador de un sistema filosófico denominado “El Personalismo” que intentó
amortiguar con sus postulados, conceptos y teorías de índole comunitario y
cristiano, los desafueros de la modernidad, anticipó con honestidad intelectual gran parte de la
decadencia actual. Este visionario, Emmanuel Mounier afirmó: “En ninguna época
han sido las opiniones sobre la esencia y el origen del hombre más inciertas,
imprecisas y múltiples que en nuestro tiempo”. Así mismo, este mismo autor
escribió en uno de sus textos: “Al cabo
de unos diez mil años de historia, es nuestra época la primera en que el hombre
se ha hecho plena, íntegramente problemático; el hombre ya no sabe lo que es
pero sabe que no lo sabe”.
El ser pensante ha
dilapidado en un lapso de tiempo muy corto, los tesoros más sublimes de la
tierra y su espíritu, ha corrompido la simiente de la vida misma, ha
quebrantado las leyes de la vida, como sacrificio absurdo ante los
despropósitos de la codicia, la soberbia, el afán de lucro y la más despiadada
lucha por el poder, la riqueza de unos pocos, en un raudo avance a ninguna
parte. Ya el individuo pensante que no se confunda el término con la persona humana,
con cualidades elevadas, vive sujeto a la impresión omnímoda de la imagen, a la
dimensión cuantitativa de la realidad, eliminando, borrando en unas pocas
décadas, el legado de valores éticos,
tradiciones y normas de comportamiento en otra época consideradas como axiomas
de vida. Gracias a mecanismos de
embrutecimiento colectivo como los medios de comunicación y formidables aparatos ideológicos de propaganda
y dominación publicitaria que dominan el planeta a través de sofisticados satélites y otros
medios avanzados de comunicación
como la internet, la televisión por cable y demás instrumentos electrónicos de comunicación
portátil, de uso personal que la juventud
se ufana en tener, exhibir y poseer como
auténticos tesoros sin los cuáles no
concibe la vida como plena, hasta sentirse despersonalizada y aislada si no
dispone de estos artilugios
electrónicos.
“La persona dirigida
por los otros, que a menudo padece de poca responsabilidad, puede buscar lo que
parece “un culto del no esfuerzo” en muchas esferas de la vida. Puede dar la
bienvenida a la mecanización de su rol económico y de su vida doméstica…” (2)
El homo sapiens
convertido en homo videns, por cuenta de una cultura del video, alucinante rencarnación
de luz, sonido y movimiento que robotiza, aliena y convierte al hombre en un
ser desprovisto de capacidad de reflexionar y pensar por sí mismo. El hombre,
antes producto de una milenaria cultura oral y escrita, fue desposeído de ésta, en unos cuantos años le arrebataron lo que
tardó miles de años en ser parte integral de la función cognoscitiva del
hombre, en una imbricación sabia con los sentidos, el cerebro y la capacidad neurolingüística
del aprendizaje, apropiación del conocimiento, creación de complejos sistemas
de pensamiento, inventiva y creación intelectual, artística, técnica o afín. Ahora la humanidad alienta al homo videns para
que la cultura sea producida no por la lectoescritura sino por la audio video
cultura, para crear un hombre de cultura electrónica, tan frío como lejano de
su esencia. Se cita de nuevo a Mounier: “El hombre es persona en cuanto que es
consciencia interior más allá de la pura materia”. Y agrega: “El hombre tiene
aspiraciones morales, estéticas y religiosas que la ciencia no recoge ni
comprende”.
El bombardeo tan
poderoso, fuerte como incontrolable; de la televisión y los demás medios
tecnológicos de comunicación, han revolucionado los hábitos culturales con
grave riesgo para la sensata y equilibrada capacidad de abstracción y por ende
de reflexión que el hombre necesita para enfrentar los retos en sus actividades
más básicas como las más elevadas. Por esta causa, a los niños y a los jóvenes
se les ha ido anulando el criterio de discernimiento y análisis, lo que está
creando personas de poca o nula concentración.
Seres ansiosos, dispersos, sin rumbo ni horizonte alguno, jóvenes violentos sin
capacidad de distinguir el bien y el mal por lo que son anzuelo para incurrir
en actos delictivos y enrolarse en las filas de pandillas y grupos de bandas
criminales. Son seres imitadores de lo
que sus perturbadas mentes perciben y procesan de una televisión con programación violenta y negativa, por
beneficio de una televisión privada ofrecida por suscripción privada de cable,
lo que la convierte en una verdadera
escuela y universidad de las nuevas generaciones, pero proclive al mal.
En
el “Personalismo” de E. Mounnier, no se
propugna por una filosofía de la
historia, ni una antropología, ni una teoría política sino que se tiene a sí
mismo por un movimiento de acción social de tipo cristiano que une fuertes
elementos comunitarios con la reflexión conceptual de raíz teológica sobre el
sentido trascendental de la vida. Los adeptos al “Personalismo”, asumen éste
como una orientación. Por ello, las raíces esenciales del “Personalismo” de Mounier, se encontrarían en
la ética fenomenológica de Jaspers y Max Scheler.
La neo cultura tecnológica ha
producido diversas generaciones de seres incapaces de reflexionar y pensar por sí
mismos por el inclemente sometimiento a que han estado sometidos su cerebros
por imágenes, miles de mensajes subliminales y millones de consignas
publicitarias y pseudoculturales, convirtiéndolos en seres pasivos sin
capacidad de reacción intelectual o cultural alguna. Hombres pasivos, sumisos en su soledad,
embriagados de ansias consumistas. Individuos estereotipados, sin valores por
destacar, hombres masificados por medios de comunicación y una sociedad de consumo
que los ha domesticado y amansado para su beneficio porque son seres sin
capacidad de crítica. Incapaces de pensar y por supuesto de rebelarse contra
tal situación. Freud le dio el nombre de sublimación a esa extraña
transformación que conduce de la represión del estado, la sociedad y la familia
sobre el individuo, “una conducta civilizada”. Puede entonces establecerse la
pregunta: ¿Qué grado de “sublimación”
puede existir o darse en una sociedad que está siendo idiotizada en masa? Porque
“la represión ha sido purificada”
hasta depurarse, por lo tanto, a lo que asistimos como testigos oculares,
quizás simples convidados de piedra ¿qué nombre le daría Sigmund Freud?
En forma casi profética hace más de medio
siglo, Erich Fromm escribió: “Cada paso hacia un mayor grado de individuación
entraña para los hombres una amenaza de nuevas formas de inseguridad. Una vez
cortados los vínculos primarios ya no es posible volverlos a unir. Una vez
perdido el paraíso, el hombre no puede volver a él.” (3)
El idioma, arte, religión, música e
idiosincrasia son parte válida y piedra angular de la cultura de cada nación.
Son parte de “su identidad”, forman el corpus indivisible de su unidad
nacional. Pero hoy por hoy, como consecuencia de la tan aplaudida como
aberrante “globalización de la humanidad”, estos factores aglutinantes de la
particularidad inequívoca de cada
pueblo, se están diluyendo en un fresco siniestro e idiotizarte de
estandarización plana, sin matices; serán convertidos en blanco o negro, no
habrá otra opción para tan espantosa catástrofe de la identidad cultural. Poco
a poco, la denominada en forma eufemística “cultura global”, ha adquirido el
tono variopinto de uniformidad estandarizada que la caracteriza. “Globalización”
entendida y formalizada en marcas, estereotipos culturales, hábitos
cosmopolitas de consumo y costumbres masificadas. La maravilla alucinante de un
hombre fabricado en serie en todos sus actos y comportamiento. Gigantescos supermercados con nombre propio,
patentados con un eslogan, una consigna, un holograma, un color y distintivo
que lo identifica en cualquier punto del planeta.
El planeta
ha alcanzado el estatus de un mundo de marcas, símbolos comerciales que
trascienden el comportamiento humano, haciéndolo parte de su vida diaria, razón de ser, y realización personal en procura de tener “aquéllos objetos” que llevan los anhelados,
soñados distintivos del comercio y la industria. Todos esos objetos materiales
se han convertido en un burdo sustituto de felicidad humana, disfraz maniqueo que ha contribuido en gran manera
a socavar, destruir los valores esenciales del espíritu porque el hombre ha
vendido su alma, su grandeza esencial para ser “adorador de cosas” que no hablan,
objetos que no sienten, imágenes y sonidos que no transmiten emoción y grandeza
alguna”. La tierra se ha llenado de cosas, cosas y más cosas que no sirven, son
inútiles; son chatarra que se acumula, se guarda, se deja por ahí en cualquier
lugar, se recicla y que las personas compran en un rito compulsivo. Individuos adoctrinados para producir,
consumir, desechar y volver a iniciar en forma perenne, un abominable ciclo
compulsivo sin sentido, de trabajar sin medida, vender su fuerza productiva
para adquirir objetos que en poco tiempo no le interesarán porque habrá otros
nuevos, vendrán otras modas, novedosos
inventos “más sofisticados y bellos” que ponto se volverán obsoletos e
inservibles pero que con tanto gozo y expectativa se adquirieron. Por lo que la “presión social” el comercio, la
publicidad “lava cerebros”, le hará adquirir los “últimos modelos” para empezar de nuevo el
ciclo demoníaco, como una pesadilla sin fin que envilece cada vez más a la
humanidad. El capitalismo en su demencia expansiva de crecimiento de mercado geométrico,
ha perdido la sensatez de una economía mundial equilibrada que beneficie a las mayorías
y no sólo a unas elites privilegiadas; el capitalismo al entrar en la fase
final de su dimensión macrocéfala, de crecimiento galopante, entró en una
espiral de no retorno, asfixiante,
creciente ola de fabricar, producir y vender miles de objetos y productos de
todo tipo que hoy son moda y necesidad para una masa alelada, carente de criterio,
con un libre albedrío al servicio de los impostores del comercio y la
industria; y en unos meses, a veces sólo
unas semanas, son ya objetos desechables,
cosas inservibles que se lanzarán a la basura como mercancía muerta.
Que oportuno citar un fragmento de
Leo Huberman, de su valioso y ya clásico
texto de economía, “Los Bienes Terrenales del Hombre”: “Durante
cada crisis comercial, se destruye sistemáticamente, no sólo una parte
considerable de productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas
productivas ya creadas. Durante las crisis, una epidemia social, que en
cualquier época anterior hubiera parecido absurda, se extiende sobre la
sociedad: la epidemia de la superproducción. La sociedad se encuentra
súbitamente retrotraída a un estado de barbarie momentánea; diríase que el
hambre, que una guerra devastadora mundial la han privado de todos sus medios
de subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados. Y todo eso,
¿por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de
vida, demasiada industria, demasiado comercio.” (4)
La tierra, convertida en un gigantesco
supermercado, atiborrado de objetos con una marca, un color, una figura que
marca la pauta de la búsqueda de la satisfacción humana, calamitoso, triste
remedo que los holding, trust y multinacionales, empresas tan poderosas como
siniestras, venden en perniciosas y persuasivas campañas publicitarias como
la “búsqueda y conquista de la
felicidad”. Estas empresas, desplegadas por todo el planeta venden la imagen
redentora de la felicidad terrenal, con pegajosas campañas publicitarias de
inquietante como peligrosa táctica y estrategia que engaña, manipula y
esclaviza a las grandes mayorías de la población. La publicidad avanza como una
aplanadora de la sociedad, uniformando
los gustos, los hábitos, las costumbres; cada gesto, deseo o sueño del hombre
se convierte en motivo de investigación y análisis de mercadeo para estos monstruosos
entes financieros, que manipulan, dominan y esclavizan la tierra. En una búsqueda obsesiva, persistente, sin
pausa porque el dinero ni los grandes capitales tienen descanso, buscando,
imponiendo nuevos mercados. Creando necesidades, edificando sueños de vida con
marca y consigna propia, redificando una novísima aunque despiadada cultura
comercial e industrial que ha convertido el planeta en un almacén gigantesco de
vendedores y compradores, de fantasías, mentiras e ilusiones empacadas en
colores, imágenes, audio y sonido como una panacea para la juventud perdida en
la soledad y la desesperanza, que se refugia allí para evadirse de la realidad.
Con la diabólica marca y numero patentado
que cada producto lleva como su distintivo único. Se analiza de nuevo, las
tesis de Mounier, para hacer un análisis comparativo: “Rehacer el Renacimiento
significa optar por explicar el mensaje de Jesús, a través del camino de Erasmo
de Rotterdam en lugar de hacerlo por el de Lutero o Descartes. Se trata de un
pensamiento moralista que por decirlo como
Lucien Guissard, toma conciencia del desorden, como alternativa a un
pensamiento mecanicista que en su opinión, “conduce a la degradación del
hombre, de lo humano ante la máquina del dinero”. Más adelante Mounier afirma:
“La filosofía personalista constituye para algunos síntoma y para otros la
respuesta a esa situación de nihilismo cuando ni el diablo, ni la soledad, ni
la muerte permiten responder a la pegunta por el sentido y la persona”.
El desarraigo del ser humano tiene su
origen en la perdida de la perspectiva del pasado. El hombre ha olvidado pero
también en el fondo quiere olvidar el pasado, prescindir de el en un momento de
tanto avance tecnológico, el postmodernismo avanzado que vive la especie humana
en la actualidad. Quizás en el fondo, anhela enterrar el pretérito porque en
esta deslumbrante, como anestesiante postmodernidad, el pasado le estorba al
homo videns. El hombre en el fondo ya no disfruta su raudo, frenético presente, sólo vive en el sueño y
por el sueño inconcluso de un futuro tan inmediato como impredecible y
oscuro. Siendo así, la humanidad ha
dejado de reflexionar, ha dejado la filosofía por lo que ya no filosofa. ¿Aún
hay filósofos en el mundo? ¿Dónde están
los filósofos de la postmodernidad que tanta falta y necesidad tiene hoy por
hoy la humanidad de ellos? El hombre ha dejado de filosofar sobre sus actos, no
lamenta sus errores; ha perdido la fe en los valores del pasado, es un
descreído de lo sagrado. Con su maravillosa ciencia humilla sin cesar lo
espiritual, pisotea el humanismo y la dignidad de la persona humana, e incurre en el cinismo y sarcasmo de burlarse,
olvidar y desafiar a Dios y las religiones. Perdió el respeto por lo sagrado y
sus íconos más sublimes. El hombre de la postmodernidad olvidó uno de los lemas
más sabios pero irrefutables de la condición humana: “Aprender una lección por
cada uno de los errores cometidos”. Origen incuestionable de la gigantesca
espiral que crece sin cesar, de la confusión y desarraigo total que vive el género
humano. Cabe aquí destacar y recordar la dicotomía entre los dos tipos de
existencia: “la banal y la auténtica”, identificadas por Martin Heidegger y
otros existencialistas como el mismo J.P. Sartre. Puede percibirse un auténtico
naufragio de la personalidad humana de hoy, porque huye sin cesar de sí misma,
perdida en conductas indecorosas y desesperadas, típica situación del hombre
contemporáneo. En este aspecto Heidegger es enfático en afirmar cómo esa desesperada
necesidad de salir de la esclavitud del anónimo, intentando en vano recuperar
su propio yo, es una fatalidad social de la vida del hombre. Una interpretación a la luz del existencialismo,
puede resumirse en observar que el vacío nihilista de la sociedad actual, con
una visión pesimista de la vida, enmascarada en un consumismo exacerbado de objetos, abuso de
alcohol, droga y sexo, es el refugio de soluciones puramente individuales,
síntoma y malestar de una sociedad en absoluta decadencia. Finalmente, retomando de nuevo los postulados
de Heidegger, es preciso analizar còmo el existencialismo abandona la vida
social, al considerarla una pérdida en la uniformidad y el automatismo pero al
mismo tiempo, la reconoce como vital para los que logran “encontrarse a sí
mismos”, recuperando al menos, “esa libertad” que no es algo distinto “que la
libertad para la muerte”. Consagración absoluta y nihilista en el naufragio
irremediable de la existencia humana.
Con respecto a este análisis, es
oportuno retornar a E. Fromm, en su famoso libro “El miedo a la libertad”,
cuando escribió: “Hay tan sólo una solución creadora posible que pueda
fundamentar las relaciones entre individualizado y el miedo: Su solidaridad
activa con todos, y su actividad, trabajo y amor espontáneo, capaces de
volverlo a unir con el mundo, no ya por medio de los vínculos primarios sino
salvando su carácter de individuo libre e independiente”. (5)
Una consecuencia del caos y confusión
creciente del hombre moderno, ha sido la pérdida gradual pero cierta de valores
que en otra época, fueron sagrados. Valores respetados y protegidos por el
Establecimiento, las élites y también por el pueblo raso. Aquellos intangibles,
representados en la moral, la ética, las “sanas costumbres”, la religión, la
familia, las personas mayores, los padres y los ancianos, el respeto al
prójimo. Todos ellos, son cosa del pasado porque su aplicación y cumplimiento
ahora resulta absurda, anticuada. Se ha
creado una anticultura, con un amplio mosaico de antivalores que las nuevas
generaciones observan como “algo moderno y normal”, exhibido con soberbia e impudicia
en no pocas ocasiones de su diario vivir. Esa violenta sustitución de valores,
practicados y respetados por cientos de generaciones anteriores, se remplazó
por un nuevo comportamiento social, “una flexible moral, laxa y adaptable a
cualquier situación”. Una moral de ocasión, podría denominarse “moral de
bolsillo”, transmutada en un libertinaje con apariencia de libertad que ha
conducido a una ruptura total con el pasado, creándose una sociedad sin
brújula, sin unas bases sólidas por carecer de postulados que la sustenten.
Pero como todo vacío de la vida y la existencia humana debe ser llenado con
algo, ese algo ha sido un espectáculo masificado como el fútbol, los
gigantescos conciertos de rock, los grandes espectáculos de cualquier tipo.
Pero también han creado sustitutos como las nuevas sectas religiosas, los
nuevos clanes urbanos delictivos, las fanáticas “barras bravas”, que han
convertido el fútbol en una “religión mediática”, creada, sufragada y
proyectada por poderosas empresas comerciales y de medios, vendiéndole al
mundo, el espectáculo deportivo del fútbol, como el sucedáneo, el placebo que
cura todas las angustias y libera al hombre del aburrimiento y la monotonía.
Mounier afirma: “Una persona es un
ser espiritual constituido como tal por una manera de subsistencia e
independencia de su ser. Mantiene esta subsistencia por su adhesión a una
jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos por un
compromiso responsable y una conversión constante: Unifica así toda su
actividad en la libertad y desarrolla por añadido a golpe de actos creadores,
la singularidad de su vocación humanista”.
Conductas y entretenimientos evasivos,
adictivos como los juegos electrónicos, convertidos en imitables modelos de
vida, héroes electrónicos para niños y jóvenes,
que los siguen con veneración e
idolatría. Los juegos
de azar en casinos y ludotecas, sin un fondo sólido que los determine como algo
positivo para enriquecer el interior del
hombre; así como también proliferan las múltiples adicciones, la violencia
urbana multiplicada, con una creciente
delincuencia, múltiples grupos
marginales sediciosos, huestes de vándalos; nuevas bandas mafiosas, sociedades
clandestinas y públicas de índole religioso, económico, pseudointelectual y de
raíz política. Con respecto a lo planteado, Max Weber, escribe en su libro, “La
acción social: Ensayos metodológicos: “Todo análisis reflexivo en torno a los elementos
últimos de la actividad humana está ligado en principio a la categoría del
“fin” y de los “medios”. Nosotros queremos algo en concreto, ya sea debido a su
valor intrínseco, o bien como un medio al servicio de lo que deseamos en última
instancia.” (6)
Una sociedad cada vez más gregaria
pero a la vez sumida en la soledad, más huérfana y desprotegida. Pero unida por
la masificación del comercio y las volubles modas del momento; una sociedad
compulsiva, absorbida y alienada no tanto por el sistema político y religioso,
al menos en Occidente, pero sí sometida como masa títere del consumismo. Miles,
millones de seres, hombres, mujeres, jóvenes y niños, condicionados por una
gigantesca telaraña de comunicaciones que manipulan, adormecen y confunden en
forma incesante a la población. Creando
estereotipos de vida, mentiras producidas, empacadas y vendidas como verdades.
Y aceptadas, digeridas, “metabolizadas en el corpus de una falsa cultura”. Una sociedad empobrecida de valores, consume,
absorbe, inhala, bebe, se alimenta con millones de mensajes y productos, en una
mística imparable de más y mayor consumo, aumentando una y otra vez su consumo.
La sociedad actual se encuentra tan embrutecida,
alienada y anestesiada que con la nueva utopía de la “globalización”, “libre
comercio” o “economía de mercado”, el hombre se hunde aùn más en un abismo
artificioso, complaciente que enajena más la voluntad del hombre, en su infinita
búsqueda del bienestar, quimera de
felicidad. El hombre ha entrado en un estado de coma intelectual mientras que
su espíritu de ser evolucionado, va apagándose sobre la tumba desolada, fría y
triste de un planeta vacío de luz espiritual. Un pensador japonés, Yoritomo Tashi, en un
conocido texto, titulado, El sentido común, dice: “Sin dejar de apreciar la
ciencia y cultivar los estudios abstractos y profundos, es muy conveniente
también introducir en los conocimientos el elemento “humanidad”. En otra parte
del texto, afirma: “Existen verdades esenciales que la vida cotidiana modifica,
sin que por ello las despoje de su autoridad. Las hay prematuras, como las hay derogadas.
Así pues, para razonar con sentido común es indispensable tener en cuenta el
tiempo, el lugar, el ambiente y todas las contingencias que pudieran atenuar el
alcance del raciocinio”. (7)
La crisis contemporánea está
expresada a través de las grandes quiebras económicas. El colapso del
capitalismo por sus excesos y ambición desmedida, sin control ni medida por
parte de los Estados que son simples títeres, marionetas e instrumentos del
gran capital financiero que domina y manipula el mundo. La avanzada era
postmodernista ha creado una sociedad enferma en todos los órdenes que se
refugia en el alcohol, la droga y otros
escapismos para huir a su triste realidad. El hombre moderno poco a poco
se ha sacudido del yugo de la tradición, de férreas normas morales, rompiendo
viejos moldes de atraso y oscurantismo religioso, para dar rienda suelta a un
libertinaje sin control alguno. El
hombre de hoy, carece de vida interior porque la arrolladora intensidad de la
vida externa, ha anulado su espiritualidad. Por lo tanto, el hombre vive en un
mundo externo, el hombre sabe más de todas las ciencias, muchísimo de su
entorno; pero sabe mucho màs del universo y de astrofísica que de sí mismo. El hombre ya no medita, no
conoce del silencio, y cuando lo intenta, huye despavorido para refugiarse en
el ruido de las grandes urbes, porque ve en el espejo del silencio el monstruo
de su misma identidad extraviada.
Se vive en tiempos difíciles, de
evasión, soledad angustiosa, la depresión se convirtió en una pandemia. La
humanidad asiste en parte complacida, en parte esclavizada al espectáculo de
vivir en medio de un gran supermercado, donde sólo unos cuantos pueden ingresar
para satisfacer sus placeres consumistas. Los nuevos templos de la tierra ya no
son las iglesias, usadas para la adoración a Dios, sino los grandes almacenes
de superficie, transformados en suntuosos palacios de plástica belleza para
comprar, consumir, extasiarse entre objetos absurdos que doblegan la voluntad
humana para adquirirlos. Los supermercados son los templos de la adoración a los objetos, monumentos de la evasión, catedrales
del consumo, la frivolidad y un placer tan fugaz, tan falso como la plástica
mentira de los productos consumidos; la
sonrisa hipócrita de los vendedores que los exhiben y comercian. Las nuevas
generaciones sienten pánico ante la presencia del silencio. Fueron criadas en
un mundo de ruido y confusión. Para los jóvenes no se concibe la magia apaciguante
del silencio. Anhelan el ruido, el alarido embrutecedor de la gran ciudad. Es
su elemento primordial, ¿cómo será posible que en seres tan primarios pueda ya
existir la espiritualidad? En forma acertada, Freud consideraba
al hombre como una simple “pulsión de placer.” Por ello, una vez más Maunier
anticipó en su libro, “En el pequeño miedo del siglo XX”,(1949) afirmando: “Si viéramos
reunirse bajo nuestra mirada los elementos históricos y psicológicos de un
terror del año 2000, la perspectiva sería del todo diferente a aquella grave
espera del año 1000. No nace de una profecía básicamente optimista sino de una
confusión general de las ciencias y de la estructuras”.
El hombre ha dejado de ser hombre como persona para
convertirse en un número, una marca, un objeto. Es “un individuo prometeico”, centrándose,
contrayéndose hacia lo externo de su misma interioridad ya dañada, quizás
muerta. El ser humano, sacudido de grandes y graves traumatismos modernos como
su vivir acelerado, sin pausa, confuso; robotizado hasta la mecanización. Ser
aturdido, programado sólo para producir y consumir. Muerto está ya su interior. ¿Dónde quedó la hermosa esencia íntima,
divina, insuflada por Dios en la concepción primigenia? Ahora los hombres se convirtieron en seres de
funciones. Deberes, obligaciones, metas exitosas que la sociedad les traza con
antelación. Hombres con una funciòn reproductiva, hombres con una actividad
sexual, una labor política; una función económica, un rol social, por lo tanto
productivo, consumista. ¿Dónde está entonces su preciada condición de ser
humano, ser espìritual con una naturaleza propia, libre y autónoma del opresivo
conglomerado social?
Nunca antes en la extensa y trágica
historia de la humanidad, el ser humano había
dispuesto de tantos medios de evasión, diversión, placer, divertimento;
llámese goce, máxima obtención del
placer. Medios e instrumentos tan eficaces como esclavizantes, adictivos para su
paz espiritual aunque ya aceptados, entronizados en el modus vivendi de la
sociedad moderna. Por ello, la muerte de la espiritualidad ha inducido en el
hombre el apego a las modas desechables, volubles y fugaces. Ya nada es
duradero. Todo es digno de ser cambiado y olvidado. Las tradiciones se
volvieron obsoletas porque el mercado y la economía no las necesita. Nada
subsiste más de una temporada ante el avance perverso de nuevos productos, sometidos
a la oferta y la demanda. Esta falta de interioridad
del hombre moderno se ha visto reflejada en una desorientación en todos los
niveles de la sociedad permisiva, con mayor énfasis en la niñez y la juventud.
El aturdimiento psicológico es aún mayor, se ha perdido el sentido común de la
vida, el valor real de lo espiritual por encima de lo material, que hacía que
el máximo atributo del hombre fuera llegar a ser un hombre bueno. Ahora esto
puede resultar anacrónico y risible para las frías generaciones que heredaron
la cultura de los antivalores.
El transcurrir de los días del hombre
sobre la tierra ha perdido la trascendencia majestuosa que por derecho propio
de su intelecto y espiritualidad ha tenido. El hombre al matar su
espiritualidad, sacrificada en aras de símbolos y objetos tan poderosos como
deleznables, tan importantes como pragmáticos en la vida diaria de la
humanidad, se hundió en un mundo de oscuridad. Instrumentos como el dinero y la
tecnología, por referirse sino a dos íconos estandartes que dominan gran parte
de la actual actividad del hombre, el hombre trascendió lo espiritual para
descender a un plano inferior de
materialismo decadente, sin vida porque perdió su alma. Y Ahora, el
hombre ya no teme tanto a los acontecimientos metafísicos como el fin del
mundo, la muerte o la “condenación de su misma alma”. No teme tanto a los
desastres naturales como sí le teme a la inflación o a la posibilidad de perder
el empleo y no poder satisfacer sus necesidades materiales, para complacer sus
“nuevas necesidades de comodidad y confort tecnológico”
El desplazamiento de los valores
inherentes a la grandeza inmaterial del espíritu con variables como la bondad,
la misericordia, la templanza, la fortaleza, la prudencia y la justicia, ya son
ignoradas para ser sustituidas por
modas, costumbres, hábitos sin valor alguno. Una sociedad que suplantó lo espiritual para
venderse al desenfreno comercial de la belleza plástica, necesariamente no es
una sociedad sana. Es una sociedad en franca descomposición que alcanzó, anuló y se perdió en los límites
de su espectro maligno, hacia un abismo absoluto. Cuando el mundo sucumbió al
hechizo de lo material, le rindió culto absoluto al dinero, al resplandor del
oro, empezó a morir para entrar en una decadencia absoluta. Sin redención,
inexorable.
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