28 de septiembre de 2013
CUANDO LLUEVE EN LA CIUDAD
La lluvia tiene el raro pero refrescante ingrediente que actúa como remedio aleatorio de la naturaleza para cambiar las circunstancias atadas a un orden lineal y monótono de la existencia. Cuando llueve sobre una ciudad gris y congestionada, invadida de smog, saturada de caos y ruido; miedo de los otros a ser atacado o violentado en su burbuja de angustia existencial; terror a ser atracado, apuñaleado; quizás asesinado. Prisa por llegar a alguna parte, tal vez no llegar jamás a destino alguno. La lluvia es el swich salvador que logra en pocos instantes, detener aquella marcha infernal que significa andar por las calles de una ciudad tumultuosa, invadida de personas y autos por doquier, de vendedores callejeros quienes con minitiendas, microcomercios en carretillas y carritos de madera de tracciòn humana, bloquean el paso por andenes, avenidas, esquinas, parques, accesos a edificios y calles de una ciudad.
Las gentes se dispersan aturdidas, con la certeza de huir de algo ineludible pero presente en su realidad más cercana. La lluvia cae sin medida ni orden sobre las calles, autos, edificios y personas, es un medidor de la fragilidad del hombre ante los fenómenos de la naturaleza. Es acaso la lluvia el más sabio y prodigioso mecanismo que tiene la naturaleza para detener por muchos minutos, a veces horas, la frenética agitaciòn del hombre en ciudades donde no hay respiro para atenuar el tràfago de la existencia, para aquietar el espíritu y pensar por segundos:
¿Quièn soy y qué hago en este mundo, a esta hora, en esta infernal ciudad donde nadie me conoce. Soy una cifra, un anònimo rodeado de otros miles de anònimos. Què clase de hombre soy que me siento miserable y solitarios entre miles de seres humanos, obejetos, ruidos y mentiras?
Los seres humanos están aferrados a la compleja como discutible comodidad de la vida moderna, son tan débiles para resistir las inclemencias del medio. Cuando cae una lluvia torrencial, sienten la aprehensión de lo desconocido porque no leen el verdadero significado de la lluvia. El hombre actual nacido y criado con los ropajes de la modernidad, hospitales de primer nivel, servicios pùblicos òptimos, comida fresca en los supermercados, un comercio provisto con lo necesario para satisfacer las necesides, en sìntesis, todas las necesidades cubiertas, es un hombre desdentado, castrado para enfrentar las fuerzas brutales y puras de la naturaleza. El hombre està convertido un ser pusilànime, cobarde, si tuviera que enfrentarla sin los medios tecnòlogicos que dispone, su sobrevivencia serìa muy dificìl porque el ser humano moderno perdiò el magnetismo natural, anulò su capacidad innata e instintiva para sobrevivir entre la naturaleza, destruyò su aura natural para adaptarse a una posible naturaleza pura y salvaje. El hombre es hoy por hoy un ser artificial, revestido de mediocridad y plasticidad, contaminado de bajas pasiones, infradotado para ser denominado un hombre superior, en su esencia pristina como son los demàs seres irracionales. La civilizaciòn con sus mùltiples artificios tecnologicos, falsas imposiciones modernas, falseò al hombre, hacièndolo un ser dèbil, sedentario; extraviado, inequivoca tendencia a la estupidizaciòn seriada, impulsada por el famoso mundo globalizado.
Quizà sòlo saldrìan invictos los seres màs aptos y fuertes de la especie para que èsta no desapareciera. La mayorìa perecerìa como moscas entre una naturaleza virgen e indòmita. La modernidad castrò al hombre para ser un guerrero como los antiguos, bendecidos por los dioses tutelares. Los hombres de hoy, de las modernas ciudades, todo les ha sido dado en forma ràpida y fàcil, sin esfuerzo, gracias a descubrimientos de la ciencia y adelantos tecnològicos. No saben de la naturaleza màs que la observada desde sus còmodos sofàs a travès de la de mentira televisiva y la ficciòn del cine. Huyen aterrados cuando ven una cucaracha, una araña, una rata o un insignificante bicho de los que aùn subsisten en las grandes ciudades. Y su primer gesto es aplastar el bicho, matarlo para eliminar la imagen asquerosa de esa naturaleza lejana y horrible que empaña el sosiego del hombre civilizado y pulcro.
Cuando llueve sobre la ciudad, los hombres corren aterrados, se sienten nerviosos, amenazados de mojarse, de ser tocados por infinitas gotas de agua que caen de manera pertinaz de la atmòsfera. En pocos minutos pierden el horizonte que tenìan trazado para las pròximas horas. El mundo les cambia en segundos. Aplazan, cancelan las citas, diligencias pendientes. Esa compra o reuniòn ya no serà posible por la lluvia. Si acaso cumplen con los compromisos, llegan tarde y como los demàs tienen el mismo concepto de la lluvia, aquèllos tampoco cumpliràn. Dejaràn de asistir, postergaràn ese insignificante, tal vez vital encuentro porque la lluvia lo quiso asì. "Diràn con desparpajo que fue culpa de la lluvia." Pocas veces en nuestro medio las personas estàn por encima del fenòmeno de la lluvia para no eludir un compromiso en una tarde o mañana cualquiera. Hay personas que no se amilanan ante la lluvia, aùn en medio de un diluvio, llegan hechas agua pero cumplen con precisiòn sus obligaciones. La mayorìa de personas queda paralizada. La excusa màs propia y extendida en nuestro medio para no cumplir con una cita es argumentar que estaba lloviendo.
Lo que no puede refutarse es ver el aspecto casi màgico de la lluvia sobre una ciudad porque transforma circunstancias normales para volverlas hùmeda, fresca razòn para serenarse, hacer una pausa en el camino y mirar aunque sea por unos instantes, el rostro del hombre, de la mujer que tenemos en frente nuestro. La lluvia suaviza las asperezas de la ciudad aunque saque a flote aspectos miserables de injusticia social y desigualdad econòmica. Cuando llueve, el hambre se siente con mayor rigor, el deseo por una bebida que caliente el cuerpo es màs apremiante. La falta de una vivienda segura y tibia, carencia de ropa y frazadas adecuadas, potencializan la perversa lìnea ecònomica que divide una sociedad. Pero aunque sea paradòjico decirlo, la lluvia aproxima un poco a las personas en el contexto de permitir una interaciòn màs humana, quizàs generosa en la actitud de mirarla y escucharla con un poco màs de atenciòn. Pero tambièn la lluvia evidencia con inusitada dureza, las diferencias sociales y econòmicas extremas de una sociedad. Cuando llueve en forma inclemente sobre la ciudad, los que sufren con mayor rigor son los descamisados, los desarrapados que no tienen còmo ni dònde resguardarse. La lluvia hace ver con mayor crudeza la miseria de una ciudad. Asì mismo, cuando llueve, es el momento màs propio para pensar en la vulnerabilidad del hombre, en cuàntas debilidades lo acechan; momento adecuado para descubrir el acoso ficticio y real que vive el hombre, inmerso en preocupaciones vanales, quizàs importantes que lo apartan de las cosas sencillas y bellas de la vida. Ver llover en la ciudad es tambièn aproximarnos a una dimensiòn màs espìritual, para mirar en nuestro interior y darnos por enterados que somos sòlo unas atemorizadas criaturas que huimos de la lluvia como si fuera una amenaza y no una oportunidad de ver la vida desde otra perspectiva. Bienvenida sea siempre la lluvia sobre la ciudad.
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